Una psicóloga, usuaria de silla de ruedas,
pide ayuda a un transeúnte para bajar el cordón de la vereda. Pero aún con su
lenguaje y atuendos de profesional, el transeúnte sólo ve a un mendigo pidiendo
limosna. Y responde que no tiene.
Discapacidad y mendigo, es decir, no
trabajador, o incapaz para trabajar, se perpetúan íntimamente ligados. Y de
hecho las estadísticas alimentan esta sospecha: más del 90% de las personas con
discapacidad no acceden a un trabajo. Y quienes podrían, dependen de poder
solventar el transporte y de contar con accesibilidad en el edificio.
La pobreza discapacita, y la discapacidad
empobrece. A mayor pobreza, mayor riesgo de mala praxis al nacer, mayores
dificultades para la detección temprana de problemas de desarrollo, y mayores
dificultades para sostener los tratamientos. Mayor riesgo de accidentes
laborales con secuelas discapacitantes en los trabajos más peligrosos, con
contrataciones en negro sin cobertura para tratamientos, ni continuidad en el
puesto laboral.
Adquirir una discapacidad empobrece. Todo
resulta más caro, todo lleva más tiempo, mucho requiere de ayuda. Y adquirir
una discapacidad, en pobreza, empuja a sumirse en la miseria.
Por eso, es en las poblaciones más pobres
entre las pobres donde más discapacidad hay. Está tan presente como subsumida,
oculta, naturalizada como un karma, como la variable de ajuste en la que, la
persona y su familia han caído en desgracia y no hay remedio. Con eso no se
puede.
Tan es así que aún arquitectos reconocidos en países como México, Cuba
inclusive, referentes en viviendas populares, que trabajan con metodologías
participativas, y de autoconstrucción, se sorprenden cuando introducimos este
tema. Y al preguntarles si aplican criterios de accesibilidad en sus diseños,
responden: “¡no! Antes que eso hay muchas otras necesidades, este tema nunca ha
surgido…” Lo que nos confirma esta manera casi ancestral de aquellas familias,
de ocultar a quienes son vividos con vergüenza hacia el afuera. Y los sabemos
reflexionando: “… Y el arquitecto, encima que nos viene a ayudar con la
vivienda, cómo le vamos a plantear lo de fulanito! El arquitecto averigua qué
necesitamos nosotros. Pero “él” (fulanito) no entra en esto. Después nosotros nos arreglamos como podemos
con “él”...
Así que, aún cultivando la arquitectura
“participativa”, hay que saber preguntar, para inducir a que surja todo,
incluso lo inconfesable, como la discapacidad.
Y por eso cuando escuchamos que “la
accesibilidad es un lujo”, y sabemos que la calle de tierra, transformada en
barro cuando llueve, impide salir de casa (si hubiera trabajo) porque las
ruedas de la silla se hunden; que los colectivos ni entran al barrio porque “es
peligroso”; o cuando preguntando qué es lo que más necesitan o desean,
responden con los ojos humedecidos: “un baño”; o cuando la casilla es tan
precaria que por su puerta ni siquiera pasa la silla de ruedas; sabiendo todo
eso, cuando escuchamos “el hambre es lo primero”, “el techo es lo primero”,
decimos: pocas cosas son más pesadas de sobrellevar que una discapacidad en
situación de pobreza. La discapacidad genera hambre, impide contar con un
techo. En esas barriadas, en esas familias es donde hay que poner la lupa, si
realmente queremos cambiar en algo la realidad que más duele.
La accesibilidad no cambia totalmente la
realidad, así como no la cambia un plato de sopa. Pero la accesibilidad alivia,
disuelve uno de los mayores impedimentos a la inclusión escolar y a la laboral: los impedimentos físicos. Brinda así un soporte físico que colabora a
superar en mucho las situaciones de aislamiento y exclusión, y abre una puerta
al acceso a un trabajo, y un sueldo. Y vivir con discapacidad contando con un
sueldo, cumpliendo una función en la sociedad, ya no es lo mismo. Hay un cambio
cualitativo.
Impulsar la accesibilidad en los planes de barrios
y viviendas de interés social es uno de los desafíos de Rumbos. Impulsar la accesibilidad en los puestos de
trabajo, también
Accesibilidad y miseria
Arq. Silvia Coriat
Fundación Rumbos
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